Heider Rojas


Heider Rojas nació en Algeciras, Huila, en 1963. Es abogado, con estudios inconclusos de filosofía y Magíster en Escrituras Creativas. Codirigió la revista Índice de Literatura, de la cual circularon 14 números entre 1994 y 2001. Dirigió los cine clubes Lalita Dos Ríos y Cine Club de Neiva. Ha publicado los libros de cuentos El testimonio de Norma Cleves (1994), La distribuidora de sueños y otras empresas (2001), Escopolamina (2009) y Primeras tentaciones (Común Presencia Editores, 2011); la novela corta Los Rizo (2005); y el libro de ensayos literarios y crítica de cine Simpatía con el asesino / Llegaba el contenedor de enlatados (2006). También escribe guiones para cine y, a destajo, ensayos satíricos. En 2017, bajo el sello editorial de Común Presencia, Colección Internacional de literatura Los Conjurados, publicó su novela Los asesinos silenciosos.

***

LLAMEN AL PAYASO
En un rincón hay una mesa desocupada. Entro y me siento. Alguien ríe.
—Un café —digo.
Alguien ríe al frente, no sé quién.
Ahora ríen dos.
Dos cubos de azúcar y revuelvo. Aún no he alzado la cabeza. ¿Qué pasa? Ya ríen como diez.
Revolví diez veces, las conté. Me gusta contar lo que repito.
Ahora ríen todos; lo sé; lo siento.
Levanto la cabeza.
Al mirar, se acaban las sonrisas y todos quedan serios, ensimismados. Excepto uno. Está en la mesa contigua, al frente. Tiene el cráneo rapado y la nariz larga y encorvada. Al reír deja al descubierto una hermosa hilera de dientes, como una empalizada de marfil. Me mira fijo, a los ojos.
Continúa riendo escandalosamente.
Bajo la cabeza y levanto la taza de café.
Alguien entra, pasa a mi lado, y se sienta tras de mí.
—Un café —dicen a mi espalda.
Un murmullo se esparce en el salón. El tipo del frente continúa riendo.
Una señorita pasa con un café y lo entrega a mis espaldas.
Degusto un primer sorbo.
La señorita regresa y, al pasar junto a mí, inicia una tímida risa.
Mi segundo sorbo.
Ahora ríen dos más, ya son cuatro.
¿Qué les pasa?
No he tomado más café.
Una risa más.
Otra risa.
Otra. Ya son siete clientes riendo.
Me dan ganas de alzar de nuevo la cabeza y decirles: «¡A callar, pendejos!»
Pero, ¿tengo yo derecho a eximirles de una risa?
Decido tomar el café e irme; al fin y al cabo, buscaba quietud y compañía, no risas.
Ahora ríen diez.
Apuro un sorbo.
De inmediato ríen todos.
Levanto la cabeza, pero ya el tipo que entró hace un momento se ha parado, con ceño fruncido va hacia la entrada y, antes de salir, dice, con una voz espantosamente idéntica a la mía:
—¡A callar, pendejos!
Entonces, como si se aproximara una amenaza, todos van saliendo, rápido, con las risas desinfladas. Sólo queda el tipo del cráneo rapado, inmóvil en una seriedad que raya en el horror.
Lo miro un instante.
Luego acerco la taza de café a mis labios y degusto un largo y acariciante sorbo.
Después, me dan ganas de reír.